EL siglo XIX ha marcado un período clave para la historia occidental, atravesado por una fase revolucionaria que involucró no sólo el ámbito político, sino también el arte y, de forma más generalizada, el gusto. Las raíces de este cambio se remontan ya a los años {u2019}40 del siglo XVIII, cuando se comenzó a difundir la exigencia de un nuevo arte que fuera útil y educativo, en antítesis a la tendencia frívola y carente de compromiso del rococó. El nuevo modelo, tanto estético como moral, fue identificado en la antigüedad grecorromana, a través de cuya imitación se creía poder aspirar a la belleza de la verdadera naturaleza. Los resultados de una revolución tal eran imprevisibles, y los eventos históricos pusieron rápidamente en crisis el mismo sistema de pensamiento desde el que habían sido generados. Los artistas trasladaron su propia atención hacia una esfera más emotiva y personal, las g2sconvencionesg3s del neoclasicismo les parecieron superadas, mientras la atención se dirigió hacia aspectos más íntimos del espíritu humano: la fantasía, el inconsciente, la relación entre hombre y naturaleza, y entre hombre y divinidad. Fueron éstas las primeras, pero no las únicas, manifestaciones del romanticismo: la fuerte polémica anticlasicista, unida al resurgimiento de los nacionalismos europeos determinó también la difusión de nuevos modelos, provenientes sobre todo del pasado, que confluyeron en movimientos de revival y, sobre todo, en la pintura histórica. Precisamente debido a estas necesidades, a mediados del siglo XIX nació el realismo. La superación de las convenciones académicas, la historia y la guerra como escenario de acción del hombre, representado en su contemporaneidad, en su verdad, a tal punto de privilegiar sujetos populares, son sólo algunos de los fundamentos del movimiento, en el cual hombres y mujeres del pueblo fueron elevados a nivel de nuevos g2shéroes de la vida modernag3s